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La hoguera

  • Juli & Pau
  • 19 sept 2017
  • 6 Min. de lectura

Todo el mundo sabía que ese día iba a ser importante, no sólo para Julia, sino para todo el pueblo. La festividad anual impregnaba las calles de colores y múltiples sonrisas en los rostros de todo habitante de Villa Esquiel. Aquel día el calor se presentaba, era precioso y estaba lleno de luz, casi mágico, lo cual era bastante singular para la época de constante gris en el cielo. Los pueblerinos hablaban de buenos augurios por ser un día de festejos. Agradecían al señor por la oportunidad de luz en sus campos y por un grato festejo.

Julia había comenzado la mañana adornando las ventanas con flores y lazos, para ir a tono con el resto de las pequeñas casas. Nunca se había levantado tan feliz; el sol que entraba por la ventana iluminaba sus pómulos en alza junto a las delicadas pecas que manchaban su rostro. Al fin había llegado el día donde volvería a ver a su enamorado, después de dos interminables meses. “Cuando llegue la noche” se repetía mientras acomodaba la tetera sobre la mesa de madera gastada.

Cuánto tiempo le habrá llevado a Julia darse cuenta que el sol jamás volvería a iluminar sus mejillas como aquella mañana.

Mientras en el pueblo todo iba a la par de la música festiva, el clero pedía la colaboración del gentío para el inicio de la hoguera. “No debemos permitir que las tinieblas nos invadan” gritaban mientras agitaban los brazos dando órdenes; como si al caer la noche, el señor abandonaría a sus pequeñas creaciones a merced del peligro.

El olor a humo y a comida caliente invadía el lugar. El calor del fuego, lograba que de todo habitante, brotara gran cantidad de agua por sus poros; los pañuelos no daban abasto de lo húmedos que estaban.

Julia estaba cansada, el día la había agotado, ya no se sentía bien para seguir sonriendo a la par de la misma canción que había estado sonando por horas. Temblaba de frío como un animal abandonado, pero estaba decidida a atravesar la plaza principal y encontrar a su enamorado junto aquella hoguera, donde el fuego uniría sus almas.

Al menos eso pensó, porque no logró dar dos pasos que cayó al suelo como si su cuerpo la hubiese abandonado. Una mujer de anchas caderas se acercó para ayudarla, pero se detuvo frente a lo desconocido. Sintió un escalofrío recorrer su cuerpo, estaba paralizada.

Había sangre. Julia tosía sangre. Se retorcía queriendo levantarse, pero la tos evitaba que pudiera hacer otra cosa que no sea respirar. Varias personas se acercaron a ver lo que sucedía, muchos se tapaban la boca y fruncían el ceño en señal de preocupación. Pero nadie ayudaba.

Julia temblaba cada vez más fuerte; de su boca logró que se escapara un pedido de ayuda. Pero todos hicieron caso omiso, solo la veían retorcerse y temblar. Julia miró a la señora de anchas caderas, extendió su mano, pero esto solo provocó el pánico en la mirada de aquella mujer.

Los ojos de julia se tornaron blancos y fue donde, oficialmente el horror y el miedo se apoderaron de aquel pueblo perdido. Su cuerpo temblaba y sus piernas estaban sometidas a movimientos espasmódicos que producían severos golpes y marcas en sus rodillas; la espuma que salía de su boca preocupaba, la gente estaba alterada.

El clero se acercó a ver lo que sucedía, ante el desconocido mundo del miedo, gritaron frente a todo el gentío “el señor abandonó a su joven oveja, ha caído en las manos del señor oscuro, que el reino de las tinieblas no se apodere del resto de vosotros. Sed sobrios y vigilantes: porque vuestro enemigo el diablo, anda girando como león rugiente alrededor de vosotros en busca de presa que devorar”

El gentío comenzó a gritar y a correr por todos lados, el caos había sido sembrado. Faltaba poco para que cayera la noche. La hoguera iluminaba todo aquel desborde, los lugares donde la luz no arribaba, ni los animales se atrevían a patrullar.

Un hombre se hizo oír entre el desconcierto, “de la misma manera que el lobo dispersa las ovejas de un rebaño y las mata, así también hace el diablo con las almas de los fieles. Dejad la revuelta y llevad a la pecadora a la hoguera”

Entre tres valientes cazadores alzaron a Julia, todavía temblorosa, para llevarla al otro lado de la plaza hacia su destino final.

Colocarla en el poste requirió de todo su esfuerzo porque aún no entraba en sí y tanto sus brazos como sus piernas luchaban impulsadas por reflejos imparables. Cuando lograron enlazarla con una soga que aportó una de las habitantes del pueblo, alzaron el poste de madera en medio del fuego y todos dejaron el pánico de lado para reunirse en torno a la hoguera, tomarse de las manos y comenzar a orar. Sus mentes rogaban la liberación de aquel alma perdida pero más que nada, suplicaban porque ellos no fueran los siguientes en caer en aquel infierno.

En medio del tumulto, un hombre alto y de gran espalda que parecía leñador pero de otro pueblo, ya que lo moreno de su rostro no encajaba en aquel sitio que el sol parecía haber olvidado hasta ese día; se abrió paso acercándose a la hoguera y sin quitar la vista de ella cayó en el suelo arrodillado y comenzó a llorar.

-¿La conoces hijo?- alguien se le había acercado y había colocado una de sus manos en su hombro- Dios te ampare en el camino a casa. Ya no puedes hacer nada por ella

Él continuó llorando y recriminándose porque podría haber evitado todo eso si hubiera llegado a tiempo, cuando las sogas comenzaron a soltarse y a caer a su lado en el suelo, chamuscadas por el fuego. Al alzar la vista hacia Julia, notó el desconcierto en su cara y cuando ella comprendió lo que sucedía comenzó a gritar pidiendo auxilio porque sus piernas no tolerarían el ardor infernal y si caía de aquel poste del que ahora sólo se sostenía gracias a una madera que de él salía, moriría injustamente tal y como lo había hecho su madre.

El caballero recién llegado decidió actuar. Subiéndose al techo de la casa que estaba frente a la hoguera, el valiente enamorado tomó la soga en que colgaban la ropa en la terraza y desde allí le gritó a los pueblerinos que tomaran el otro extremo y lo tuvieran bien fuerte para que él pudiera atar su parte de la soga y que así la misma quedara tensada. Algo temerosos, pero sintiéndose culpables de lo que habían hecho, accedieron a cumplir la orden y cuando la cuerda pasó por encima de la hoguera y llegó a sus manos, utilizaron una estaca para clavarla en la tierra.

- ¡Sólo tenéis que tomarte de la cuerda y usar tus brazos para bajar! ¡Confía en mí, o el fuego hará arder la soga antes de que puedas salvarte!

Julia, que no podía salir del shock en que se encontraba por sentirse tan cerca de la muerte, observó en dirección a la única voz que parecía querer ayudarla y al reconocerlo sonrió. Alzó sus brazos y se colgó, con la poca fuerza que le quedaba, para comenzar a moverse en dirección al suelo. Pero por sorpresa, la soga se cortó y la hizo balancearse, haciendo el efecto de un péndulo que provocó que todo su cuerpo se estrellara contra la casa en la que estaba atada el extremo superior de la cuerda.

El pueblo aplaudió de felicidad y su enamorado corrió para levantarla del suelo y llevarla a la casa de María Rosa, la única que sabía curar hasta las heridas más profundas.

Después de esa noche el pueblo entero se arrepentiría por cómo habían actuado, pero sería demasiado tarde.

Los músculos de las piernas de Julia habían sido carcomidos por el fuego y al saber que nunca más podría pararse y caminar por ella misma, decidió encerrarse para siempre en su casa y se dedicó a leer los antiguos libros de su madre que, junto con la caldera que encontró en su sótano, le abrirían los ojos a un mundo nuevo gracias al cual se vengaría de todos los que habían arruinado su vida.

Aquel episodio en la hoguera, sería más tarde la leyenda que le contarían a los jóvenes, acerca del día en que despertaron la furia de la bruja más terrible que conocería el pueblo.




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Querida Papa Reiena

es un blog creado en 2017 por un grupo de estudiantes de primer año de la carrera de Guión en el ISER.

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